(Mauricio
Waikilao)
En mi
niñez el hambre era una vocecita que
robaba
el pan de mis compañeros de curso.
Un
sentimiento que me empujaba a compartir dos
de las
cuatro galletitas que me daban en el
colegio.
Los perros del fundo compartieron conmigo su
comida:
unos pellets con forma de huesitos que mi abuela
sazonó
con grasa y sal, una exquisitez que me prohibieron
divulgar,
como las sopaipillas de afrecho “fritas”
con
agua de pozo. Casi me convencen de que el hambre era un regalo
de Dios
que había que padecer con entusiasmo para ganarse el cielo.
La
conciencia me la despertó el hambre de otros.
Recibí
una orden del llanto de esa viejita
saliendo del negocio del gringo
con su
bolsa vacía y me enrolé en esta guerrilla del pensamiento
incorregible
para alimentar las armas con frases toscas y canciones sin
rima.
Quise ser cómplice de la historia, armero de la política directa para
tumbar
esa hambre que casi me mata. El hambre es una desgracia
imperdonable
que ahora ocupo como un fusil en esta guerra fabricada
por
ley, sostenida por la religión.
En: Huenún, Jaime. Lof Sitiado. Homenaje Poético al Pueblo Mapuche
de Chile. 2010.
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